SUBIDA AL CERRO CORONADO (Málaga, ciudad de contrastes)

Al Cerro Coronado puedes subir a pasear al perro, a pasear con la novia, a pasear solo, a tomarte una hamburguesa del Burger King y dejar la bolsa con los restos, a dejar otros restos. Subí por tercera vez, siempre de excursión con chavales, siempre ellos eran los sherpas. Esta última vez, también use Wikiloc. No hizo falta. Al llegar a una explanada, donde quedan piedras canteadas que no llegaron a su destino, subieron por el camino empinado que conduce a la cruz. Les corregí “mejor será bordear la ladera, por ahí es menos escarpado”. Me equivoqué, por allí había un tajo imposible de atravesar. Me equivoqué, como tantas veces.

Un profesor de universidad me dijo que aquellos bloques de piedra tenían como destino la Catedral. Todavía no sé si es una bonita leyenda o una metáfora real.

Paula y Jesús nos acompañan en esta nueva subida, son biólogos. Marcan el ritmo de subida, lo llaman “ir a paso de botánico”, parar en cada planta, arbusto o matorral. Estos fueron los nombres de algunas estaciones: Lavanda, Tomillo, Matagallo, Rompepiedras, Aristolochia baetics, Cojín de monja (o Cojín de suegra, hubo dos versiones, según el biólogo), Jerguen, Ulex baeticus, etc. Hay quienes leen las piedras de un edificio, otros los colores de un lienzo, otros leen y escudriñan la mente. Ellos leen hojas y flores, y sus olores y su tacto, y hasta el sabor de algún matojo.

Mientras subíamos, era imposible no caer en la tentación de la mujer de Lot. Aunque allá abajo no estaba Sodoma, era Málaga. Esa ciudad que parece rejuvenecida a fuerza de una incombustible inyección de bótox urbanístico. Pero se le ven cicatrices, desde allá arriba, desde allá afuera, desde aquel margen. 

Los bloques de calle Eresma que miran al monte son un enjambre reticular. Un abismo de terrazas con entramados de rejas que enjaulan o protegen, otras permanecen abiertas. En medio una celosía que deja respirar entre sus poros al edificio. En el tercio superior una franja roja, amarilla y roja enlaza a todo el edificio. Estas torres de trece plantas, de los años setenta, se orientan al suroeste, es la cara más luminosa. Mirando a la naturaleza, de espaldas a los códigos postales con mayor índice de exclusión, de espaldas a las calles donde hay mayor riesgo de mortalidad o menor esperanza de vida, de espaldas a las urnas con menos votos, de espaldas al barrio con menor renta per cápita de la ciudad. Pero de cara a uno de los balcones más naturales para ver Málaga. De no estar allí sería uno de los senderos más transitados por los urbanitas más sofisticados conversos al runner. Un poco más arriba, entre algunos de los restos de pinos carrascos y algarrobos, a paso botánico, hacemos el primer descanso, bajo el frescor natural de la sombra de aquellos árboles. Otra joya urbanística nos espera: cuatro sábanas- una amarilla, otra blanca con estrellas rojas y dos azules con dibujos estampados cierran una zona de los árboles. Unos especulan, otros confirman la finalidad de aquel refugio. 

Seguimos la senda, monte arriba, por la parte más empinada. Muchos no han dejado de quejarse: del calor, de las piedras, de la alergia, de las paradas. “Porque no podrán unas escaleras mecánicas, como en el centro comercial”, porfía alguien. Una nueva mirada a Málaga. Como en un folio blanco con una mancha, que por ínfima que sea, nuestros ojos nos conducen a ese estropicio. Así son las Torres de Martiricos, una mancha, un estropicio. Ni la Rosaleda, ni la Catedral, ni las grúas del puerto, son esas torres las que sugestionan la mirada.

Allá arriba, con un cielo azul metálico, veteado por nubes dan relieve a la postal desde la cruz de la cima del Cerro Coronado, se abre una panorámica de la ciudad que recoge las historias de los habitantes de allá abajo. Málaga se expande, se abre, también por los montes del este: El Limonar, Cerrado Calderón, Pinares de Olleta, Monte Dorado. Pero de este lado se resiste, los bloques de La Palma, de los años 70, resisten la embestida por este flanco. ¿Por cuánto tiempo?

Bajamos por calle Esla, hay menos pendiente, dejamos el tran-tran del paso de botánico. Última parada, último tramo, último vistazo a la ciudad. Ahora desde el primer mirador de la subida al monte de La Virreina. Última cicatriz, tras las casas del 26 de Febrero de calle Werther, entre tendederos y antenas, entre ventanas tapiadas y escaleras de tijera colgadas como funambulistas en la fachada de los últimos pisos, sobresale esa mancha ínfima que engulle la mirada. De nuevo las dos torres blanquecinas se elevan sobre los bloques sepia, venidos a marrón viejo espolvoreado por la calima. Mirar atrás puede que no sea el pecado, porque, tal vez, sea la ciudad la que se convierta en torres de sal. Como dice Joan Didion, en Los que sueñan el sueño dorado, “en la tierra dorada el futuro siempre es atractivo, porque nadie recuerda el pasado”.

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