La primera flor del jazmín, hace tiempo que no lo esperaba

De las jardineras de mi terraza salen unos tallos desplumados, unos alambres solitarios, raquíticos, con un interlineado de hojas bien espaciado. Nada, ni nadie, podría camuflarse tras ese jazmín y su dama de noche. Pero, esta mañana, ocurrió algo que dejé de esperar hace ya tiempo: nos visitó la primera flor del jazmín. Una gestación en lo oculto que no es magia. Una germinación oculta y austera que ha configurado a esa flor. Una flor que ya era antes de ser. Y todo, a pesar de mi dejadez en la atención a la planta. Falté a la periodicidad del riego y a la renovación del sustrato.

Cuánta humildad existe en la preparación, en un “todavía no” que va sembrando. Nos acostumbramos a la fabricación programada, sintética y radiante, olvidamos la dificultad de la creación que se labra con laboriosidad. La impaciencia, los resultados ideales o lo aparente, son enemigos del misterio, de lo que es por ser, a pesar de que lo negamos.  Un misterio habita en aquello que se empeña, de natural, en ser, aunque todo conspire para que no sea. 

Un tiempo en el que, a la luz del día a día y fuera del alcance de las luces cortas de las redes sociales, no va ocurriendo nada extraordinario. Es ahí en lo oculto, en el silencio de lo visible, en la ausencia del marketing, donde se va gestando una materialidad sencilla y necesaria a la vez.  En el mundo emocional del “reposteo” hay una impostura que se pudrirá en el tiempo, pero que está en las antípodas del desgaste y deterioro temporal de lo que ha germinado desde la raíz, al tronco, al tallo, a la hoja y a la flor. 

Todo un proceso que requiere de un mínimo de cuidado, tierra, luz y alimento.

Nada de esto es accesorio. Pero sí necesario para que dé lugar a la vida, a la primera flor del jazmín.  Porque de natural, de necesidad, el jazmín ofrecerá flores. Ellas no serán un adorno anecdótico. Ellas responden a la esencia, a la verdad, de un jazmín. Una vida que quiere ser, que empuja por ser, y que necesita de un mínimo hilo de cuidado. 

En la época y en la tierra que nos ha tocado vivir todo debe precipitarse.  Esa flor de jazmín, la primera, la que se fue preparando a lo largo de un tiempo oculto, acontece en su tiempo, no antes de tiempo. Es en ese tiempo natural de la gestación, de la preparación, del cuidado y del florecimiento. Cuántos proyectos viven bajo la exigencia del yo que no dejan tiempo para la posibilidad, para la donación, y que no dan lugar a una venida.

Solo así llega el asombro. La admiración al ver esta mañana la primera flor del jazmín, la primera que nos visita desde hace tiempo, emana de una soledad habitada. Solo necesitó sol, nutrientes y un poco de agua, para ser su esencia. Incluso, fue capaz de superar la apatía y la ignorancia de quien no la espera, la rutinaria indiferencia de su cuidador.

Su irrupción es un mensaje desafiante frente a la dificultad de lo inmediato. Frente  a un contexto de carencia o escasez, de falta de nutrientes, de condiciones materiales. Frente a un contexto de indiferencia, de falta de cuidado, de olvido. Frente a un contexto de no espera, después de tanto tiempo ya no hay nadie que espere que nada florezca. Nos hemos acostumbrado a que no haya nada que florezca. En ese contexto desesperanzado surge una vida que desprende valor, olor y belleza, que responde a la necesidad de ser lo que se es: una fortaleza que nace de la fragilidad. Así amaneció esta mañana la primera flor de jazmín, hace tiempo que no la esperaba.

Algo que solo ocurre cuando piensas mientras lees Twitter en el retrete

A Fosse no se le lee en una letrina, o, por lo menos, yo no sería capaz. Pero conforme Trilogía llegaba a su final leo: “Alida dice que necesita ir al retrete y Àsleik dice que ahí, detrás de la puerta, dice señalando, ahí está la letrina, en ese reservado, dice, y Alida abre la puerta y entra y echa el gancho y se sienta y allí está, sienta bien hacer lo preciso sin tener que hacerlo a la intemperie”. Y no puedo dejar de pensar las veces que he leído en una letrina, sin tener que hacerlo y leer en la intemperie, y es allí donde leo a algunos habitantes de X, antes Twitter.

Porque no sé si a usted le pasa pero ando fascinado con algunos de los habitantes de Twitter, ahora la red social X. De vez en cuando sigo el hilo vital, virtual y del universo paralelo, de algunas de las X más prolijas, antes tuiteros. Me asombran tanto sus brebajes diarios, tan sofisticados, qué si los comparo con mi anodino vacilar, no puede nada más que sucumbir a su inigualable acontecer. En concreto, hay X(s) que merece(n) todos los posteos, y postureos, del universo, y multiverso.

Un día leí que estando X en la cola de una panadería tuvo que socorrer a un perro que había sufrido un colapso intestinal. Al no ver que su dueño estuviera cerca, infringió la técnica de Heimlich al animal, salvándole la vida. Lo que nunca pudo imaginar es que aquel animal era descendiente de Laika, por parte de madre, y de uno de los perros de Pavlov, por parte de padre. Además, era ser íntimo amigo de una bisnieta de Lassie. Tal proeza llevó a X a aparecer en el Instagram del dogfluencer Jiffpom.

Un día leí que X, al subirse en un avión que iba a Madrid, por error de la compañía, voló junto a Pedro Sánchez. Ambos entablaron una conversación en la que X pudo asesorar sobre la mejor estrategia para ser un presidente influyente, contar cualquier cuestión y tener más apoyos de los que nadie pudiera imaginar. Según cuenta X, fue pocos días antes del 23J. No quiero pensar en el alivio que X pudo prestar al presidente en los cinco días de orfandad. 

Un día leí que X paseaba por una calle donde un niño estaba alborotando tanto que su madre no sabía cómo afrontar esa ardua tarea de encarrilar a aquel churumbel. X domó a la fiera, que era hijo de un actor de Hollywood que acabará recompensado con X en su próxima película.

Hasta un día, a X le dio por moralizar, y algún súbdito despistado, a la vez, le dio por cuestionar algunas de sus entradas. Fue el mismo día en el que Elon Musk tomaba café en la central de datos de la red X, ahora Twitter, mientras pensaba en su próxima excentricidad, cuando una nano gota del café de Musk cayó sobre una ranura que albergaba las entradas de X, y se eliminaron aquellos mensajes. Con lo que X no queda ensuciado en su entrada.

Aquí estoy, en el retrete, esperando las próximas proezas de las X, los antiguos habitantes de Twitter.

ECOGRAFÍA EMOCIONAL: TU ECO 5D HD LIVE

Terminé de releer “Pájaros de América” de Lorrie Moore. A veces releo, para contagiarme, para robar, para ensuciarme, para aprender, para sorprenderme, para martirizarme, para escuchar otra voz, para saber mirar. Leo a David Foster Wallace para embarcarme en “Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer”, y descubrir que “la opción de la diversión dura promete no tanto trascender el miedo a la muerte como ahogarlo”. Leo la columna “Calle Larios” de Pablo Bujalance, los domingos en Málaga Hoy, para descubrir mi ciudad, a sus salvadores y sus verdugos, y a los que caminan a la intemperie. Leo, releo y subrayo a Leila Guerriero, todo lo que escribe, y no me canso de hacerlo. Leo a David Gistau en “El último negroni”, una recopilación de sus columnas, y pienso qué pensará, allá donde esté, sobre lo que pasa en este país, dónde daría su golpe. Leo poemas de Eloy Sánchez Rosillo para detenerme, contemplar y ver palabras donde yo no las veo. Leo poemas de Alejandra Pizarnik para sumergirme donde un alma se despedaza. Me pierdo con Jon Fosse, en la barca, junto a Johannes y su amigo Peter, en el libro “Mañana y tarde”. Leo a Samuel Becket porque él sabe hablar de cosas innombrables. Encuentro personajes de la mano de un cartógrafo de personajes como es Juan Mayorga -ese matemático, filósofo y dramaturgo- y no me canso de ver cómo define al teatro, porque yo no sé nada de teatro y él sabe mucho de teatro. Me agota ver a George Perec como me lleva a una calle, una escalera, una plaza, y siempre acabo con los titiriteros del Pompidou. ¿Cómo hacerse con lo no leído y lo que no podré releer? Angustia. Una verdad absoluta, en un tiempo donde no hay verdades absolutas: no gastar tiempo en leer a la gente que cuenta lo que no pasa, y les pasa lo que no cuentan.

Terminé de releer “Pájaros de América” de Lorrie Moore. Lo hice con la intención de mancharme de cada frase, cada palabra, cada giro, cada metáfora, cada expresión, cada golpe. Con la intención de descubrir qué alquimia hace que una mujer escriba así. Resignación. Pero llegué al relato “Gente así es la única que hay por aquí”. Como otras veces, no puedo leerlo de un tirón, no lo soporto. Me paro. Respiro. Cojo fuerzas, si es que es eso lo que hay que hacer. Estoy un rato con Madre, otro con Padre. Algunas veces, con las familias que desesperan en la sala de espera. Nunca me quedo con el médico. Alguna vez me pongo a jugar con las luces, como el Niño. Enciendo y apago, enciendo y apago, enciendo y apago.

Salgo a la calle en esos días, cuando releo a Lorrie Moore. Voy caminando a recoger a mi hijo que termina de entrenar a baloncesto. Cruzo la Avenida Moliere, frente al lateral este del parque de bomberos, aparece un nuevo local en el que reza un cartel: ECOGRAFÍA EMOCIONAL: TU ECO 5D HD LIVE. Y me sorprende, me acerco, veo la decoración y la cartelería. Y me viene a la mente el relato de Lorrie Moore. Y no creo que, en la mesa de lectura, si todavía existe ese recurso, alguien pusiera el libro de Lorrie Moore. Y menos, que alguien con un cursillo acelerado de marketing, lo dejara con la esquina doblada en la hoja donde arranca “Gente así es la única que hay por aquí”. En tal caso, improbable e innombrable, sería razón para echar al traste la deseada ECOGRAFÍA EMOCIONAL: TU ECO 5D HD LIVE. Sobre todo, cuando llega ese momento donde Moore nos abre una fisura así: “Bebé y Quimio”, piensa: ni siquiera tendrían que aparecer juntos en la misma frase, ni mucho menos en la misma vida”. Una sentencia que, como diríamos en el imperio de la autoayuda, nos hace salir de nuestra zona de confort.

Puestos a no improvisar, creemos que la vida es un avatar que diseño desde la app de mi aparato móvil. Una vida que no es vida cuando se le extirpa cualquier grano de muerte. Hagamos real, en tiempos de la república independiente de mí mismo, el reinado absolutista de la emoción. Con obras de arte, o algo supuestamente divertido que nunca volvería a hacer, se convierten en un surtidor de emociones, definibles y reducibles a un emoticono de WhatsApp, o a un infinito parque de atracciones de diversión. En cambio, habrá que transitar por relatos que zarandean, que quiebran la fragilidad. 

Las familias que están en la sala de espera de “Gente así es la única que hay por aquí” tienen que “boxear con un adversario imaginario, aunque entre el amor y la muerte, ¿qué es lo imaginario? Y tiene que aguantar que “todo el mundo nos admira por nuestra valentía —dice un hombre—, no tienen idea de lo que están diciendo”. Ellas que tragan con el temor y el temblor de la angustia y el dolor. Además, deberán soportar sin voz ni lamentos, la expulsión de lo bellamente diseñado, ser una verruga con pelos en una reunión de amigos. Más allá de joder los buenos instantes de la vida, un relato como el de Moore, nos embarca a ir más acá y acariciar cualquier ínfimo nacimiento preñado de vida y muerte.

Porque la vida no es como en aquellas partidas de videojuegos – no sé si alguien más hacía lo mismo que yo-, si en la primera vida la cosa se torcía, perdía a conciencia las tres vidas -curioso que, en la totalidad de los juegos, fueran tres las vidas, el número tres- para empezar de nuevo, y, así, no sentir la frustración de una jugada que ya iba renqueando y no quedaría registrada entre las partidas exitosas. Game Over era la esperanza para empezar de cero, para olvidar un comienzo desastroso que no llegaría a buen puerto.

ECOGRAFÍA EMOCIONAL: TU ECO 5D HD LIVE es una metáfora del flirteo con lo emocional, para zafarse de la vida y la muerte. Un texto como el de Lorrie Moore, al que volveré cuando quiera vivir, y saber de la vida, aunque me haga sufrir, lleva al encuentro con el barquero Queronte, en el que Dante, nos lleva a cruzar por “un terremoto que estremece el campo de las lágrimas y un relámpago rojizo surca las tinieblas”. Pero, ya saben, en cualquier caso, pueden gastar tiempo en leer a la gente que cuenta lo que no pasa, y les pasa lo que no cuentan.

SUBIDA AL CERRO CORONADO (Málaga, ciudad de contrastes)

Al Cerro Coronado puedes subir a pasear al perro, a pasear con la novia, a pasear solo, a tomarte una hamburguesa del Burger King y dejar la bolsa con los restos, a dejar otros restos. Subí por tercera vez, siempre de excursión con chavales, siempre ellos eran los sherpas. Esta última vez, también use Wikiloc. No hizo falta. Al llegar a una explanada, donde quedan piedras canteadas que no llegaron a su destino, subieron por el camino empinado que conduce a la cruz. Les corregí “mejor será bordear la ladera, por ahí es menos escarpado”. Me equivoqué, por allí había un tajo imposible de atravesar. Me equivoqué, como tantas veces.

Un profesor de universidad me dijo que aquellos bloques de piedra tenían como destino la Catedral. Todavía no sé si es una bonita leyenda o una metáfora real.

Paula y Jesús nos acompañan en esta nueva subida, son biólogos. Marcan el ritmo de subida, lo llaman “ir a paso de botánico”, parar en cada planta, arbusto o matorral. Estos fueron los nombres de algunas estaciones: Lavanda, Tomillo, Matagallo, Rompepiedras, Aristolochia baetics, Cojín de monja (o Cojín de suegra, hubo dos versiones, según el biólogo), Jerguen, Ulex baeticus, etc. Hay quienes leen las piedras de un edificio, otros los colores de un lienzo, otros leen y escudriñan la mente. Ellos leen hojas y flores, y sus olores y su tacto, y hasta el sabor de algún matojo.

Mientras subíamos, era imposible no caer en la tentación de la mujer de Lot. Aunque allá abajo no estaba Sodoma, era Málaga. Esa ciudad que parece rejuvenecida a fuerza de una incombustible inyección de bótox urbanístico. Pero se le ven cicatrices, desde allá arriba, desde allá afuera, desde aquel margen. 

Los bloques de calle Eresma que miran al monte son un enjambre reticular. Un abismo de terrazas con entramados de rejas que enjaulan o protegen, otras permanecen abiertas. En medio una celosía que deja respirar entre sus poros al edificio. En el tercio superior una franja roja, amarilla y roja enlaza a todo el edificio. Estas torres de trece plantas, de los años setenta, se orientan al suroeste, es la cara más luminosa. Mirando a la naturaleza, de espaldas a los códigos postales con mayor índice de exclusión, de espaldas a las calles donde hay mayor riesgo de mortalidad o menor esperanza de vida, de espaldas a las urnas con menos votos, de espaldas al barrio con menor renta per cápita de la ciudad. Pero de cara a uno de los balcones más naturales para ver Málaga. De no estar allí sería uno de los senderos más transitados por los urbanitas más sofisticados conversos al runner. Un poco más arriba, entre algunos de los restos de pinos carrascos y algarrobos, a paso botánico, hacemos el primer descanso, bajo el frescor natural de la sombra de aquellos árboles. Otra joya urbanística nos espera: cuatro sábanas- una amarilla, otra blanca con estrellas rojas y dos azules con dibujos estampados cierran una zona de los árboles. Unos especulan, otros confirman la finalidad de aquel refugio. 

Seguimos la senda, monte arriba, por la parte más empinada. Muchos no han dejado de quejarse: del calor, de las piedras, de la alergia, de las paradas. “Porque no podrán unas escaleras mecánicas, como en el centro comercial”, porfía alguien. Una nueva mirada a Málaga. Como en un folio blanco con una mancha, que por ínfima que sea, nuestros ojos nos conducen a ese estropicio. Así son las Torres de Martiricos, una mancha, un estropicio. Ni la Rosaleda, ni la Catedral, ni las grúas del puerto, son esas torres las que sugestionan la mirada.

Allá arriba, con un cielo azul metálico, veteado por nubes dan relieve a la postal desde la cruz de la cima del Cerro Coronado, se abre una panorámica de la ciudad que recoge las historias de los habitantes de allá abajo. Málaga se expande, se abre, también por los montes del este: El Limonar, Cerrado Calderón, Pinares de Olleta, Monte Dorado. Pero de este lado se resiste, los bloques de La Palma, de los años 70, resisten la embestida por este flanco. ¿Por cuánto tiempo?

Bajamos por calle Esla, hay menos pendiente, dejamos el tran-tran del paso de botánico. Última parada, último tramo, último vistazo a la ciudad. Ahora desde el primer mirador de la subida al monte de La Virreina. Última cicatriz, tras las casas del 26 de Febrero de calle Werther, entre tendederos y antenas, entre ventanas tapiadas y escaleras de tijera colgadas como funambulistas en la fachada de los últimos pisos, sobresale esa mancha ínfima que engulle la mirada. De nuevo las dos torres blanquecinas se elevan sobre los bloques sepia, venidos a marrón viejo espolvoreado por la calima. Mirar atrás puede que no sea el pecado, porque, tal vez, sea la ciudad la que se convierta en torres de sal. Como dice Joan Didion, en Los que sueñan el sueño dorado, “en la tierra dorada el futuro siempre es atractivo, porque nadie recuerda el pasado”.

Mamá, ¿te ha pasado algo en el trabajo?

Llevo meses escuchando a mujeres y hombres que hablan de sus trabajos, de sus circunstancias, de cómo les va. Por qué deciden hablar, y yo escuchar, es lo de menos. Lo cierto es que hablaron, y yo escuché. En mi casa, en una cafetería, en otra cafetería, en mi trabajo, en su trabajo, paseando a las tres de la madrugada. Ahora, que nuestros “contactos” se multiplican sistemáticamente a través de la red, urge escuchar, prestar toda atención, como signo de hospitalidad, abrirse de par en par, abrazar, dar refugio, abrir la puerta. 

En cada cuerpo una úlcera se regenera cada mañana, unas por milímetros, pero otras crecen a un ritmo más peligroso, capaces de tumbar el alma, la psique, el cuerpo, hasta la misma vida. De todos, un testimonio me noqueó. “Mi hijo me dijo una noche: Mamá, ¿te ha pasado algo en el trabajo?”, fue el oráculo de un hijo a su madre. Mientras brotaba la frase, su mirada trituraría, si pudiera, los huesos de quien la hizo sentir así. Y, a la vez, su mirada acarició con los ojos – porque eso sí podía– a ese hijo que fue capaz de ver más allá de donde quiso, o pudo, llegar. ¿Cómo se queda alguien después del ruido de una conversación que se torna desencuentro, cuando te dan un portazo en las narices de tu dignidad?

Hemos transitado del hogar al trabajo: como esté en casa, en la familia, me afectará en el trabajo. Siempre en negativo: el mal de casa perjudica al quehacer laboral. Y, también, el camino inverso. Un mal día en la oficina lo acaban pagando los que me esperan, los que comen conmigo, quien duerme conmigo. Hay algo sanador que espera como un tesoro por descubrir. ¡Cuánta cura hay cuando el trabajo integra la propia vida -la cotidiana, la familiar-, le da sentido, la acompaña! Cuánto cotizaría un jefe, un coordinador, un directivo, si recibiera un día una llamada de la hija de uno de sus empleados – o llámelo como quiera- diciendo: “Muchas gracias porque mi padre está más feliz en casa por lo feliz que está en el trabajo”. Ese día, sería lo normal, ese jefe, coordinador, directivo, acumularía la mayor prima que se pueda embolsar. Ese objetivo estratégico transcendería la hoja de Excel, o cualquier control de calidad, para tocar lo más humano: ser parte de algo, formar parte de algo, junto a otros, que une y da sentido.

O, en palabras Juan Mayorga, que sabe medir las palabras y los silencios como nadie, cuando habla del teatro lo llena del término compañía, que etimológicamente significa “los que comparten el pan”. Si a ese lugar al que nos dirigimos cada mañana, quien tiene la suerte de tenerlo, lo hacemos para compartir con otros “un tiempo, un espacio, una vocación de examinar la vida y, cuando lo hay, un pan”, no se volvería a escuchar en la mesa de ninguna casa: “Mamá, papá, ¿te ha pasado algo en el trabajo?”.

Hotel Manolo

En octubre de 2023, los medios locales anunciaban que el Hotel Manolo acogería a migrantes para aliviar la llegada masiva que se dio en las Islas Canarias por aquellas fechas. En las mismas noticias se encuentra el ir y venir de acusaciones y pareceres entre el gobierno central y las instituciones locales. A finales de marzo de 2024, siguen siendo unos huéspedes mál. Nada que esperara aquel que reservó en el mismo hotel por circunstancias bien distintas, como, por ejemplo, venir a la ciudad a acompañar a un hijo que juega un torneo de baloncesto, durante cuatros días.

El Hotel Manolo está situado en la avenida Juan Carlos I de Cartagena. Se ubica, según algunas páginas de búsqueda de alojamiento, en la zona empresarial de la ciudad. Está rodeado por barrios humildes, han acogido en los últimos tiempos a residentes que provienen del extranjero, en su mayoría de África. Un color que se percibe a poco que uno invierta un paseo por la zona. Enfrente encontramos centros comerciales de las cadenas Pepco, Consum y TEDi, junto a un restaurante de comida rápida Popeyes, además de una gasolinera. En los alrededores se distribuyen un Domino´s Pizza, un Burguer King y varios kebabs que no responden a franquicias. El paisaje, la arquitectura, los personajes, la estética, la fotografía y el aroma que acompañan son homogéneos, bajando en dirección a la zona centro, pasando de la avenida Juan Carlos I a la avenida Colón. Al llegar al Corte Inglés de la ciudad, se abre otro panorama.

En el exterior se observa un hotel que ha ido adosando espacios, formando una L, que se cierra en forma de U con unos bloques de viviendas humildes. En la zona central, a la izquierda, vemos la entrada al hotel, con sus puertas correderas automáticas; a la derecha, el restaurante cafetería, abierto al público del hotel, y de fuera de él. En su exterior hay mesas que permanecen en horario de apertura y de cierre. El aparcamiento ocupa la zona central de la figura de U.

Es inesperado llegar al hotel y ver el panorama. El alojamiento tiene una indumentaria tradicional, es de esos hoteles diseñados para acoger a representantes de empresas que viajan de ciudad en ciudad. Fundado en los años 50, en la web se define como un hotel familiar y tradicional. Se aleja de cualquier modelo de franquicia, su origen es familiar, el nombre se debe a su fundador. En la recepción sigue primando el papel al ordenador. Pero es en la cafetería-restaurante donde se palpa la tradición y la solera. Los camareros, cercanos a la jubilación, lastran algún achaque al andar. Amables, atentos e incansables en la atención. Llevan kilómetros, y años, entre aquellas mesas. Hay una prueba irrefutable: una foto familiar de trabajadores del hotel junto a un aire acondicionado ancestral, con alguna pieza que se ancla con dificultad. El papel, que sostiene los rostros jóvenes de aquellos camareros incansables, tiene una tonalidad amarillenta, color “cuéntame”. La comida casera, menú a 12 euros, todo un reclamo hoy día, habla de una cocina tradicional, familiar y cuidada; se agradece.

Asum, nacido en Mali, lleva ocho meses viviendo allí. Pero todavía no sabía su nombre. Era uno de los migrantes que te cruzabas durante aquellas mañanas. Un rostro negro, risueño, amable y sonriente. Nunca negaba la mirada, ni en el bar, ni en las escaleras, ni en el recibidor, ni en los aparcamientos. 

Durante los cuatro días, allá donde mirara, veía personas de origen subsahariano en los sillones de la entrada al hotel, en las escalerillas, en las mesas del bar -estuviera abierto o cerrado-, entre los coches del aparcamiento. Aquella omnipresencia no interrumpía nada, no rompía nada, no alteraba nada, no había contradicción, por mucho que se diera una mezcla blanca y negra.

Durante los tres primeros días, al salir o al llegar al hotel, además de las personas, se revelaban relaciones. Entre los migrantes y los trabajadores del hotel: cercana, amable y familiar, solidaria y cómplice. Al dar los buenos días o las buenas tardes, respondían con la naturalidad del encuentro de quienes comparten un mismo espacio de hospitalidad (aunque esa naturalidad la vamos perdiendo hasta en nuestras residencias diarias). Durante las mañanas y las noches, al salir y al llegar, buscaba la excusa para compartir las zonas comunes en las que permanecían. Salía un poco antes, y esperaba que bajaran las personas que me acompañaban. En esos momentos, me senté en los sillones de recepción que ocupan, en las escaleras exteriores, entre los coches. Miradas y saludos, cierta prudencia y respeto hacía ellos impedía que lanzara las preguntas que me bailaban aquellos días. Al poco de descubrir aquella situación, busqué en Google “hotel Manolo” e “inmigrantes”, y la búsqueda dio su fruto. Esa confirmación incrementó mi curiosidad para hablar con ellos, saber de sus vidas, sus historias. Pasó el primer día, pasó el segundo día y llegó el tercer día, la última noche; a la mañana siguiente, del cuarto día, saldríamos temprano de vuelta, se complicaba algún encuentro. En la noche, la última, bajé antes, y allí estaban. Miraban sus móviles, hablaban entre ellos o con alguien al otro lado del teléfono, algunos escuchaban audios de WhatsApp y otros charlaban en las mesas de la cafetería. Otros se apoyaban entre los coches del aparcamiento. Nos alejamos del hotel, cruzamos al otro lado de la avenida, en la zona de aparcamientos del centro comercial, lugar donde dejábamos el coche cuando no había espacio en la explanada del hotel. Se difuminaba cualquier encuentro. Allí me crucé con Asum, una vez más, lejos de donde nos habíamos visto aquellos días. Todavía no sabía su nombre, pero si conocíamos nuestros rostros. Nos dijimos “buenas noches”. Él mantenía esa mirada amable, su rostro risueño y su acento cercano.

Ese fue el momento, permanecer da resultados. Empezamos a hablar, yo a preguntar. Pero no sabíamos nuestros nombres, por aquel entonces. “¿Vives en el hotel?”, pregunté. “Sí, llevo ocho meses aquí”, respondió. “¿De dónde eres?”, pregunté. “De Malí”, me dijo.Le comenté que me sorprendió gratamente la relación que mantenían con los trabajadores del hotel, la buena relación que existente entre ellos y los huéspedes que no teníamos dificultad con encontrarnos allí. “Gracias”, fue su respuesta y su sonrisa. Me confirmó lo que había leído en las noticias, llegaron de Canarias, pero la mayoría llevaban dos meses en el hotel. Venían, le arreglaban los papeles y, la mayoría, se iban a otros lugares, por trabajo o porque tenían conocidos. En aquellos días vi pasar a mujeres con chaleco de Accem, ong que se encarga de la acogida y del acompañamiento.  Él llevaba ocho meses, y estaba trabajando en el hotel.  En aquel lugar donde nos encontramos, se cruzaban otros chicos migrantes, conocidos de Asum. Lo saludaban cuando nos veían, y me saludaban, con cierta mirada de sorpresa. Decían “Salam aleikum”. Mientras, en un coche, esperaban aquellos con quienes me alojaba en el hotel. Seguimos hablando. Le comenté que era profesor, él respondió: “¡Qué bien! ¿Sabes? Yo voy a los institutos de la zona, para hablar de nuestra situación, de lo que hemos vivido, para explicar por qué estamos aquí”. La sonrisa y la amabilidad ahora se mezclaron con una pizca de orgullo y responsabilidad por contar y hacer descubrir su realidad, más allá de los rifirrafes políticos de su llegada, más allá de tantos estereotipos. “Estoy perfeccionando mi español”, me dijo. Un signo de humildad ante alguien locuaz, y que se expresa con una rotundidad que no me dejó de sorprender.  En ese instante, un mensaje de Whatsapp, partido en tres, cada uno con su toque de atención, con su sonido: “nene”, “venga”, “te estamos esperando”. Con una llamada perdida que suena a aviso al que hay que responder. “Bueno, disculpa, me están esperando”, le dije. “Sí, claro, te tienes que ir. Disculpa que te haya entretenido”, dijo él. “Nada, no te preocupes, agradecido de hablar contigo y saber de ti. Por cierto, ¿cómo te llamas?”, pregunté. “Asum”, me dijo. “Yo me llamo José Miguel. Encantado”, le respondí. Nos dimos un apretón de manos, y nos despedimos agradeciendo aquel momento, aquel encuentro.

La enfermedad no sabe de amnistía

El pasado 22 de marzo, Kate Middleton anunció que sufre un cáncer, fue detectado tras una operación y ahora está recibiendo quimioterapia. Lo anunció en un mensaje grabado de dos minutos y 16 segundos. En un momento de la grabación dijo que “espero que entiendan que, como familia, ahora necesitamos tiempo, espacio y privacidad para completar el tratamiento». Durante los meses previos, fruto de su ausencia en la vida pública, las redes sociales no paraban de especular, aparecían memes para todos los gustos, las teorías fueron variopintas. 

En la voracidad de la información (o desinformación) que vivimos, cada instante de vacío existencial debe rellenarse con una pulsión sobre vidas ajenas. La sociedad bulímica reprime cualquier esfuerzo por buscar la verdad.  Esta tarea necesita tiempo, lectura sosegada, discernimiento, contraste y consulta de varias fuentes. Una mirada atenta que permita decantar cuáles son las cuestiones que van a sustanciar nuestra existencia. Una sociedad polifema, cegada por nada y por Nadie, encerrada en una cueva donde acumula “likes y me gustas”, que ansía poseer la información en lugar de emprender el sacrificado viaje que busca la verdad. 

En esos mismos días, minuto a minuto, se ansiaba  conocer un nuevo nombre en el caso Koldo, sin digerir la barbaridad que había consumado el anterior; el árbol genealógico de los políticos, a izquierda y derecha, no para doblegarse por el peso de los frutos corruptos que copan sus ramas; un político de izquierdas y una política de derechas no dejan de mostrar sus virtudes como animales políticos, sus incansables almas  depredadoras han dejado cadáveres de filas a su alrededor, su combate es un espectáculo para fieles periodistas de un lado y de otro; la independencia es ese paradigma que ha devorado a cualquier político de barrio que, abducido por la disciplina de partido, ha olvidado al hombre y la mujer de la provincia barrio que le votó; etc.

En esos mismo días, como vacuna ante la peste del párrafo anterior, gastaba el tiempo en visitar la web de la Revista 5W o Mundo Negro para saber por qué siguen muriendo -porque siguen muriendo- en África, en Gaza, donde se sufre la vida más allá de las estupideces que nos imponen, y en las que caemos; hago por recordar las fechas en las que mis padres tienen las citas médicas para que no olvide preguntar cómo les fue; no dejo de pensar cuáles son las causas por las que el chaval, que esta mañana se peleó en el colegio,  acumula tanta rabia en su mirada; leo La llamada,  último libro de Leila Guerriero, donde Silvia Labayru narra las torturas que sufrió en la ESMA, Escuela Mecánica de la Armada, para no olvidar hasta dónde puede llegar el mal que un humano puede infringir a otro, también hoy (he obviado incluir algunos párrafos que relatan las atrocidades que padece, ver las páginas 112 y 123 de la crónica); escucho a varias personas que relatan lo díficil que están siendo estos días en su trabajo por la maldad, otra vez, que una persona puede ejercer sobre otra; etc.

Hay acontecimientos en la vida que ponen al reloj, al tiempo que marca el reloj, en su sitio. La vida no se mide en tiempo, se mide en acontecimientos. Es la unidad de medida que nos sitúa ante la vida, ante su fragilidad, ante la realidad. A Kate Middleton, a su familia, la enfermedad, ese acontecimiento, ha venido a romper cualquier estatus social o cualquier agenda oficial. Da igual que sea monárquica o republicana. Aunque habrá medios a su alcance que otros no tendrán, no deja de ser un acontecimiento que lo habrá cambiado todo, y todo es todo, lo fundamental. Y, al resto, debería hacernos pensar en nuestros acontecimientos, en los que nos re-situaron, en los que nos re-sitúan o en los que nos re-situarán. Seamos monárquicos, republicanos, de izquierdas o de derechas, independentistas o no, debemos de saber que la enfermedad no sabe de amnistía.

En estos días vi la película Más que nunca, de la directora Emily Atef. Narra la vida de una chica joven que sufre una enfermedad degenerativa incurable. Ese acontecimiento condicionará todo, las relaciones con su entorno de amistades, el proyecto de vida en pareja, su visión de la vida. Pero, sobre todo, muestra una nueva medida del tiempo en su vida. La velocidad, el espacio, el tiempo, el cuerpo, cobran otro sentido. Todo puede romperse, todo necesita una nueva mirada atenta a la verdad de la propia vida, y de la muerte.  

En estos días termino de leer Mañana y tarde, de Jon Fosse. Un maravilloso libro, una elegía a la transcendencia, que narra la vida de un niño que nace, Johannes, y un anciano que muere, Johannes. Entre medio, una maravillosa narración de vida cotidiana llena de vida, y más vida, en su justa medida. Al final del libro, entre dos momentos de encuentro memorables entre Johannes y Peter, su mejor amigo, emerge la agitación de su hija Signe: “y entonces sacude un poco la cabeza y nota unos tirones en la boca y en ese momento se le llenan los ojos de lágrimas ¿y ahora? ¿ahora qué tiene que hacer? piensa Signe ¿qué se hace en estos casos? piensa, tendrá que llamar al médico ¿no? pues sí, eso tendrá que hacer, … tendrá que llamar al médico, piensa Signe, y vuelve a la sala y pasa a la entrada donde el teléfono está sobre un pequeño estante y coge la guía telefónica y busca el número del médico y ahora tiene que llamar al médico, piensa, y luego tendrá que llamar a Leif para que baje a ayudarla, porque Leif ya habrá vuelto del trabajo y siempre vuelve muy cansado, tiene un trabajo muy duro, Leif, pero cuando suceden estas cosas, en fin, habrá que llamar al médico, piensa Signe, y levanta el auricular y marca el número y el médico contesta y dice que vendrá enseguida y Signe marca el número de su propia casa, de su marido Leif, y él también contesta y dice que vendrá enseguida y ahí está Signe parada, en la entrada,…”.

Entre la vida de una persona que nace y una persona que muere ¿qué va a medir la vida: los acontecimientos o el tiempo?

El límite fue un perro

N. se acercó, sin sigilo ni prudencia. Tal y como él es. Paró su patinete frente a mí, impidiendo el paso. No había espacio personal. Frente a frente, dijo lo que tenía entre ceja y ceja, lo que venía a decir. Era una noticia, una novedad, un “¡tú no lo sabes, y yo sí, y te lo voy a contar!”. N. es así. N. suple su ausencia con una explosión que arrasa con todo, y con todos los que están a su alrededor. “¿Sabes que a mi primo S. le mordió un perro y por eso no está viniendo al colegio?”, ya lo dijo. 

Pocos días antes supe que S. era primo de N. Fue N. quien lo reveló. Un instante después de la noticia di una respuesta que quiso ser ingeniosa, pero estúpida, “¿fue el perro el que mordió a tu primo o tu primo al perro?”. Aquello desconcertó a N. que volvió a reiterar la exclusiva “que a mi primo le mordió un perro y no veas el cacho de herida que tiene”. En el mismo patinete iba otro muchacho, que hasta aquel momento no percibí, o lo percibí en una nebulosa donde el segundo pasajero se mostraba como un ente borroso. Me percaté, poco después de recibir de sopetón aquel parte de lesiones, que el acompañante me miraba con insistencia, de manera amable, lo hacía con nostalgia y tristeza. A poco, supe la razón de aquella expresión. Era E. que en un tono vivo y apagado, a la vez, dijo “¿no te acuerdas de mí?”. Tuve que echar un paso atrás, N. ocupaba todo mi ángulo de visión. No lo veía desde que tenía cuatro o cinco años. Ahora está más alto, igual de delgado, mismos rasgos de impaciencia en su rastro. Era E., el hermano de S., por lo tanto, primo de N, también. Ahora iba a cumplir doce años. Me confirmó la noticia, a su hermano lo había mordido un perro, “¡y no veas lo que le ha hecho en la pierna!”.

Ellos insisten en enseñarme la foto con la imagen de la herida. Les digo que no, que me están esperando, que ya hablaré con su madre, ella me contará. Tengo por norma, y puede que sea un error, no dar importancia a aquellos episodios, que por significativos e interesantes que puedan parecer, den un protagonismo excesivo al acontecimiento con el que el chaval se quiere exaltar. Que lo lleve más allá de los temas que deberían ocupar la vida de un muchacho de esa edad. Al día siguiente, su madre confirmó la noticia, y me envió la foto. Me preocupé por cómo estaba S., le comenté que iría a verlo a casa si le parecía bien.  Ella, sorprendida de mi prudencia, aceptó con alegría y agradecimiento que pudiera ir a verlo, “claro que usted puede venir, cuando quiera. Gracias por preocuparse”.

Varios han puesto en duda qué, o quién, fue el autor de esa herida. Particularmente no tengo ningún interés en analizar, hacer juicios, investigar más allá de lo que alguien me dice. Esto de querer llevar siempre la razón nos ciega sobre las razones de fondo. N., E. y S. juegan a la vida, con la vida, sin límites, sin pensar que hay límites. Lejos de ser una limitación a su la libertad, es una enseñanza que la vida nos va dando. Que, con suerte, o por tradición, o por cuidado, nos van mostrando adultos que nos acompañan. Es frecuente, demasiado, escuchar a un padre advertir a su hijo, “¿qué quieres, acabar como yo, sin nada?”, “¿qué quieres, acabar como tu tío, en la cárcel?”, “¿crees que a ti no te va a pasar nada?”. Hay una pescadilla que nunca se muerde la cola, en la cabeza está quien cree que todo lo puede, que basta con las propias fuerzas; y, en la cola, quien piensa que las cosas son como son y que no hay que pensar otra cosa. 

Hay niños que no han visto la nieve, o el mar, o un manjar suculento, o no han viajado en avión, o no han pisado un país extranjero. Hay niños que no han pasado hambre, o no han pasado frío, o no han vivido a la intemperie.   Hay niños a los que no le han mostrado que en la vida hay límites, que pasarlos hacen daño, a él o a otro, o a ambos. A S. el límite se lo puso un perro, y le hizo daño. 

Hay niños que no saben lo que es el silencio, comer sentados alrededor de una mesa, dialogar sin gritos, tener un cuarto para estudiar, no ver peleas o vivir en un barrio que no ocupe siempre los mayores índices de pobreza, paro, fracaso escolar o infravivienda. Y a eso, a ese límite, no deben acostumbrarse ellos. Pero, sobre todo, no debemos acostumbrarnos el resto. Los que no vivimos bajo esos límites, o los que nos ocupamos de que los de nuestra sangre no los sufran.

Una mañana, mientras desayunaba junto a tres alumnas del colegio, en una cafetería fuera de su barrio, a unos ocho kilómetros de distancia de donde ellos suelen desayunar cada mañana. Justo antes de que ellas explicaran a otros centros educativos una actividad del taller de radio. Una de las alumnas dijo, lo dijo ella, por eso me escuece escucharlo, “¡qué bien y que tranquilo se está aquí! La gente aquí, en este barrio, habla en el bar sin gritar. La gente viste bien, no van con bata y zapatillas, o pijama”. Y, en tono y mirada triste, y desesperanzada, continúa diciendo “ojalá nuestro barrio fuera así”. Les pregunto si lo ven así, si las tres piensan lo mismo. La respuesta de ellas es rápida, y sin dudar, “así es maestro”. Somos muchos de un lado y de otro, sólo hay que escuchar, los que trazamos líneas que separan.  Y es que hay límites que separan las vidas de personas y de zonas de una ciudad. Esos, frente a otros límites, son los que no deberían existir.

¿A QUÉ SE AMARRA UNA CIUDAD?

(MÁLAGA, CIUDAD DE CONTRASTES)

Permanecían amarradas con una cadena en sus cinturas. Así quedaron fijadas en la acera de la calle Trinidad. Sus caderas redondeadas estaban protegidas por una falda color verde que se remataba con un contorno azul. Justo ahí nacía una esbelta malla verde que abrazaba a cada una de aquellas damas. Eran unas damas de noche. Quién diría que una ciudad, una calle, un barrio, necesita amarrar aquellas voluminosas macetas porque alguien pudiera arrebatarlas. 

¿A qué se amarra una ciudad? O, si se prefiere, ¿a qué se encadena? Si alguien quisiera buscar una respuesta a tal absurda cuestión, tal vez, debería asomarse a algunas de sus calles, husmear entre ellas, preguntarles. En cada ciudad hay calles que jamás serán cartografiadas, a esas habrá que interrogar. Por ellas fluyen personajes, objetos, acontecimientos, miradas, rostros y palabras que las hacen diferentes a cada instante. Como ya vaticinó Heráclito, nadie puede “bañarse” dos veces en la misma calle.

En la plaza de la parroquia de San Pablo dos muchachos se amarraban aquella tarde jugando a la pelota. El sonido del balón golpeando la pared después de cada chute olía a calle, a niños, a plaza, a madres hablando. La portería quedaba delimitada por dos pilares. Del palo derecho colgaba una maceta. El palo izquierdo permanecía huérfano de flores y maceta, tal vez, derribada por el balonazo en alguna tarde pasada. Aquellos muchachos preferían el terreno de la plaza al campo de fútbol-sala que había a escasos metros, situado en la calle San Pablo, andando por el lateral izquierdo de la iglesia. Aquella pista, presidida por el grafiti “Amigos de la Trinidad”, se asemejaba demasiado a un patio de cárcel. Una plaza, aquella plaza, es para amarrar el aire, la algarabía de los niños, la amplitud de la luz y los chismes de las madres. “¡Enga, chuta con una paradita!”, exclamó desafiante uno de los muchachos. Uno quisiera que ese deporte llamado fútbol, al abrigo de aquella plaza, vuelva a ser un recuerdo de la infancia. Pero ha sido sólo por un instante. Ya no hay partidos del siglo, porque hay partidos todos los días. Ya no aspiran los niños de la plaza a ser como Maradona o Pelé, sino a tener todo lo que tiene Messi o Cristiano a los pies de la cama, y en la cama.

Poco después, cogiendo la calle Jara desde aquella plaza, tras pasar junto al primer sillón de palets pintados de azul en el que reza “Bésame aquí y en el alma” y del segundo que anima al viandante diciendo “Cuéntame algo al oído, algo bonito”, ambos cortejados por macetas y maceteros, unos jóvenes estaban amarrados a una partida de parchís en la calle Rosarito. Parapetados en aquel tablero quedaba aquel momento y sus destinos, se jugaban la vida según ellos la ven. El silencio que había fuera de sus conversaciones se cortó por sus sentencias irónicas hacia aquellos que osaban cruzar su territorio. Viven amarrados sin temor a nada, o eso hacen aparentar. Para ellos no existe diferencia entre estar jugando al parchís, estar en una bronca o estar con su chica. La vida es un continuo. En aquellas miradas parecía apreciarse la advertencia de Weary a Billy en Matadero Cinco, de Kurt Vonnegut: “la vida es mucho más de lo que se lee en los libros. Ya lo verás algún día”. En cada movimiento de fichas, según las reglas de su parchís, no había ni un gramo de esperanza por el porvenir. Esa palabra sobre la que alguna vez, o demasiadas veces, oyeron hablar en un lugar llamado colegio. Hay quienes piensan que esas vidas mal aparcadas pueden remolcarse a otro lugar como lo fueron los coches, que en media hora, desaparecieron del pasaje de Torres, fruto del diligente quehacer de los operarios de grúas del ayuntamiento.

Atrás quedaron quienes, aquella tarde, vivían amarrados al Cautivo y a la Virgen de la Trinidad. Una mujer permanecía arrodillada a los pies de las imágenes, sus ojos enrojecidos se vislumbraban entre el resquicio de su pómulo y las gafas de sol. Allí, en esa rendija, clamaba algún dolor. Otras tres mujeres sentadas contemplaban al Cristo, y a cualquiera que pasara por allí. Un hombre yacía ausente, como ausente estaba su pelo, llegó por uno de los pasillos. Su cuerpo era una imagen más en aquel conjunto. Todas aquellas oraciones, todos aquellos rezos, todas aquellas lágrimas redoblaban, tal vez, por quienes se amarraron a lo fácil, a lo inmediato, a lo primero que les hizo albergar algo de refugio en sus vidas. 

Las calles, en su escenario teatral, abren a la imaginación de quien peregrina por ellas: ¿quién pisó aquellos zapatos y quién vistió aquella chamarreta que esperaban en el contenedor de la calle Álvaro de Bazán? ¿Cómo verían las vidas pasar aquellos peluches que colgaban bocabajo en calle Trinidad? ¿Qué esperaba aquel joven que amablemente abrió la puerta del pobre corralón de calle Jaboneros? ¿Cuál es la condena del ficus que mal vive tras las rejas de una obra en la plaza de Doña Trinidad? ¿Qué amor ocupa a la joven de bata rosa que, sentada en el escalón de una casa, rompe el sigilo de aquella tarde?

Y al final de aquella andanza, de vuelta al cauce del Guadalmedina, después de pasar por plazas y calles que se esfuerzan por estar ahí para reyes y reinas, fenicios y nativos, payos y gitanos. Calles que alivian, aunque sea por un instante, o por más de uno. Plazas que alivian del zarpazo de un puñal, o de más de uno.  Justo antes de que esa maquinaria deshumanizadora de calles que es Google Maps replicara a una mujer “gire a la izquierda por calle Carretería”; justo antes de volver a la casilla de salida, a los pies de la Tribuna de los pobres, llena ahora de escalones asépticos; y, un poco antes, en el Puente de la Aurora, sobre el río seco, mirando al norte, bajo el mandato de la Torre de Martiricos, me hice la misma pregunta: ¿A qué se amarra esta ciudad?

Me duelen los nudillos, no puedo escribir

“Me duelen los nudillos, no puedo escribir”, esa fue su frase, expresada de manera natural. Los mismos nudillos, que al paso de unas semanas, dieron en la cara de alguien que no lo esperaba. Curiosamente, mientras el otro sí escribía, sin suponer que aquellos nudillos acabarían impactando en su rostro e interrumpiendo su escritura. Este podría ser un párrafo de una historia de ficción, pero no es así. 

En las últimas semanas he mantenido conversaciones con docentes de diferentes contextos, todos concluyen en señalar el deterioro de la convivencia que se vive en sus centros educativos, o algo que debería serlo. En algún caso no sólo hay un desahogo, hay algo más, la necesidad de explorar alternativas que puedan revertir un deterioro que cada vez se vive más en las escuelas, y se enquista en la salud mental de muchos docentes.

Son semanas en las que, mientras mascullo y acerco la oreja a aquellos que necesitan dejar constancia de lo que ven y viven, podemos anotar diferentes hechos sociales que, a la luz de los oradores pedagógicos de twitter, no tendrían nada que ver. Empiezo. Un futbolista tiene que declarar porque, al parecer, en una noche de discoteca le asalta el deseo de estar con una chica. Según se va relatando, ella no tenía el mismo deseo, pero él no duda en traspasar un límite: el de la otra persona, que no parece dispuesta a aceptar ese encuentro. Un reportaje sobre una cárcel en El Salvador para pandilleros muestra las entrañas del edificio y la negación de la privacidad sobre las actividades más íntimas y cotidianas que una persona pueda tener. Se muestran a jóvenes que formaron parte de pandillas y que no supieron aceptar que no se puede coaccionar, amenazar o agredir a otra persona, que hay límites en la vida. Ser de una banda distinta, ser más fuertes, ser más, no me permite hacer más y el mayor daño posible. Unos políticos que se saltan una ley, conforme a un supuesto derecho a la independencia, así sobrepasan límites judiciales, están dispuestos a chantajear para hacer más laxos los límites de una ley, para que la trasgresión de sus límites ya no sea un límite. Otros políticos están dispuestos a derogar los límites de la solidaridad y la igualdad entre ciudadanos para saciar sus ilimitadas ansias de poder. Otros políticos -estamos bien servidos de política- en su ambición ilimitada de beneficio no tienen límite al ahora de ser corruptos, y dilapidar el dinero que debe ser destinado para el bien común. Unos jóvenes, y no tan jóvenes, que están dispuestos a alentar a unos malos para que pasen su lancha por encima de unos cuerpos. Hemos edulcorado y anestesiado la moral más básica y simple, del bien y el mal, sobre el mundo del narcotráfico. Cada vez más sectores sociales son incapaces de saber que la droga es mala y mata: en su producción, en su tratamiento, en su distribución y venta, y en su consumo. Mientras nos recuerdan, y vamos constatando en costes económicos y vitales, que los bienes de la tierra son limitados, que superar los límites de la naturaleza conduce a un deterioro del entorno y de nuestra salud. Por eso estamos poniendo límites al uso del agua, y el agua al uso que hacemos de ella, a la contaminación, al uso de productos nocivos para el consumo. Hay datos de ONGs que nos alertan de que el crecimiento económico tiene un límite: aquel que refleja el rostro de quienes  no tienen acceso a lo básico para vivir, el límite de aquellos que mueren de hambre. Hasta en la salud mental están saltando los límites: por el aumento de pacientes, por el exceso de medicalización, por el incremento de situaciones que desembocan en trastornos psicológicos.  Por cierto, por cerrar esta verborrea, alguien debería poner límite a este ilimitado hilo de leyes y conceptos educativos, tan insensibles y lejanos a las aulas. 

Para qué tantas vueltas, para qué tanto ir de aquí para allá, para qué mascullar tanto. Pues, por algo muy simple, muy políticamente incorrecto y muy anticuado. Los seres humanos somos limitados y necesitamos límites para vivir, y, sobre todo, para vivir en una convivencia pacífica. 

Nos olvidamos que la autonomía moral no llega por uno mismo, o por inmersión ideológica, nos llega por heteronomía. Por la capacidad que ha tenido la tradición de convivencia humana, con sus errores y aciertos, de aprender a poner límites, a que algo está mal y que- aunque tengamos que pensarlo- no habría que pensarlo mucho: la vida del otro es un valor que debo respetar, y que me pone límites.

Que todo esto requiere de muchos matices,  es cierto. Que poner límites también tiene sus límites, es cierto. Que se dan excesos al fijar límites, como llegar al modelo penitenciario de prisión exhibida en El Salvador, es cierto, sí. Pero cuidado, socialmente nos llega  una señal de alerta sobre el deterioro de la convivencia, sobre el aumento de la agresividad. Bien lo saben todas aquellas profesiones destinadas a servicios que requieren atención directa a las personas.  Impaciencia, exigencia, agresividad, pérdida de las formas, etc. Todas ellas compañeras de camino de profesionales de la educación o la sanidad, por poner dos ejemplos.

Hemos renegado de aquellos espacios que socialmente aceptamos como lugares para que se den procesos de madurez que nos lleven de la heteronomía a la autonomía. Deben recuperar su valor social: la familia, la escuela, el vecindario, las diversas formas de asociacionismo cultural, religioso o político.Hoy, en educación, y en tantos campos de la vida humana, saber que necesitamos límites, que somos limitados, que no todo es posible, la mayor innovación posible es mostrar y educar en nuestras limitaciones. Pero, tal vez, deberá venir una inteligencia artificial para hacerlo ver, esperemos que no sea demasiado tarde, y que, si puede ser, sea la razón humana puesta al servicio de la comunidad humana la que nos lo haga saber. Porque, como escribió la poeta nigeriana Precious Arinze, “que no haya sangre no es prueba suficiente de que nada haya muerto”.